Mi abuela paterna era estricta y perfeccionista en la cocina. Nunca logré satisfacer sus estándares a la hora de batir un huevo. De joven me alejé de la cocina por esa y varias otras razones, pero creo que salieron a relucir sus alelos cuando mi doctorado dependía de seguir y mejorar recetas de laboratorio. Incluso llegué a pensar que mi abuela estaría orgullosa si viera mis sistemas para prevenir equivocaciones y la pulcritud metodológica con la que llegué a realizar el más simple de los PCRs. Ella hubiera sido excelente en el laboratorio. Aunque quizá no me hubiera gustado tenerla supervisando. No dudo que en realidad hubiera encontrado fallas en el trabajo del cual oraciones arriba dije se sentiría orgullosa. De niña chocaba mucho con esta incesante fuente de correcciones, pero ahora me imagino que tanta crítica quizá empezaba con una gran autocrítica propia. Y en eso de la autocrítica resultó que mi abuela y yo nos parecemos también.
Desde hace rato que estoy bajo una lupa propia que parece nunca estar satisfecha con mi quehacer científico. A veces siento que tanta autocrítica es injusta y me pregunto si no habré caído en la anorexia académica que se extiende epidémica por la salud mental de los científicos. Otras veces creo que mi autocrítica tiene razón de ser, que nunca hay que dejar de apretarse las pilas, y más aún cuando se aflojan. Me muevo entre las dos posturas como un oscilador armónico y entre tanto la verdad es que soy feliz. Quizá sea que la autocrítica es parte de mi personalidad como lo fue de la de mi abuela. No se me quitaría si dejara de ser investigadora. Y ya, así somos algunas pues.
No hay comentarios:
Publicar un comentario