Páginas

miércoles, 20 de julio de 2016

Autocrítica

Mi abuela paterna era estricta y perfeccionista en la cocina. Nunca logré satisfacer sus estándares a la hora de batir un huevo. De joven me alejé de la cocina por esa y varias otras razones, pero creo que salieron a relucir sus alelos cuando mi doctorado dependía de seguir y mejorar recetas de laboratorio.  Incluso llegué a pensar que mi abuela estaría orgullosa si viera mis sistemas para prevenir equivocaciones y la pulcritud metodológica con la que llegué a realizar el más simple de los PCRs. Ella hubiera sido excelente en el laboratorio. Aunque quizá no me hubiera gustado tenerla supervisando. No dudo que en realidad hubiera encontrado fallas en el trabajo del cual oraciones arriba dije se sentiría orgullosa. De niña chocaba mucho con esta incesante fuente de correcciones, pero ahora me imagino que tanta crítica quizá empezaba con una gran autocrítica propia. Y en eso de la autocrítica resultó que mi abuela y yo nos parecemos también.

Desde hace rato que estoy bajo una lupa propia que parece nunca estar satisfecha con mi quehacer científico. A veces siento que tanta autocrítica es injusta y me pregunto si no habré caído en la anorexia académica que se extiende epidémica por la salud mental de los científicos. Otras veces creo que mi autocrítica tiene razón de ser, que nunca hay que dejar de apretarse las pilas, y más aún cuando se aflojan. Me muevo entre las dos posturas como un oscilador armónico y entre tanto la verdad es que soy feliz. Quizá sea que la autocrítica es parte de mi personalidad como lo fue de la de mi abuela. No se me quitaría si dejara de ser investigadora. Y ya, así somos algunas pues.

martes, 19 de abril de 2016

Historia de mis dos necedades: vivir en la Ciudad de México y moverme en bicicleta

Llevo poco más de un año de vuelta en la CDMX. Dado mi historial de asma y sensibilidad a la contaminación pareciera que no podría haber escogido peor momento. Sin embargo aquí estoy, y creo que aquí seguiré. Primera necedad. Segunda: desde que regresé volví a montar mi vieja y pesada bicicleta y con mi primer sueldo me compré otra más liviana con la que me transporto a diario. Escribo para contar los motivos detrás de esas dos necedades mías. 
Nací en el DF 30 años antes de que fuera CDMX. Al edificio donde vivíamos (yo por 7 meses en la barriga de mi madre) hubo que derrumbarlo tras el terremoto del 85, gracias al azar ya con todos sanos y salvos. Mis primeros meses pasaron en casa de mis abuelos, pero al poco tiempo mi asma y la falta de un techo propio convencieron a mis papás de mudarse a Puebla. Ahí crecí, hasta que volví a los 18 años empedernida en estudiar en la UNAM. 
Vivía cerca de la UNAM pero lejos de la Facultad de Ciencias. La solución innata me pareció irme en bici. Primero entraba por Cerro del Agua. El único punto temerario era el cruce de Eje 10 y las pocas cuadras antes de la puerta de CU. Después me mudé, pedaleaba un cacho minúsculo de Av. Universidad y entraba por la puerta peatonal de Economía. Una vez dentro de la UNAM me sentía el más libre de los espíritus y lograba hacer buena parte del recorrido soltando el manubrio. Durante la carrera mi mundo de ciclista urbana inició en CU y se expandió poco: a los Viveros de Coyoacán, donde asistía a un taller del INIFAP y a San Ángel, donde trabajé hacia el final de la carrera. A ambos sitios me iba por las calles menos transitadas y de plano caminando banquetas en el inevitable tramo de Av. Universidad y sus microbuseros abusivos.
Mientras pedaleaba mi pequeño circuito soñaba con una ciudad, esta ciudad, donde mi bici pudiera llevarme más lejos. En el 2006 fui por primera vez a Europa, en concreto a Alemania. En Berlín conocí  lo que era una ciclovía y dije en voz alta que quisiera algo así para el DF. El primo con el que iba no tardó en meter mi comentario al oscurísimo cajón de lo imposible. No fue el único.
Pasaron los años y yo seguía siendo una chilanga nata para los poblanos y una provinciana irremediable para los chilangos. Para mí, yo era una ciudadana de Ciudad Universitaria, esa otra ciudad inmersa en el DF como el Vaticano en Italia. Hasta que llegó el primer ciclotón en el 2007. Al asistir esperaba la felicidad asociada a pedalear. Lo que no esperaba fue el sentimiento de pertenecer a aquí, de que esta era MI ciudad. La Ciudad de México era mi ciudad, sus calles eran mis calles. Solté el manubrio, extendí los brazos, iba sobre Reforma. Vi al Ángel, a las jacarandas ya sin flor, a los edificios altos, a los edificios históricos, a los colibríes que en realidad no veía pero que sabía estaban por ahí. Me pareció hermoso. Me pareció mío. Si eso no es despertar el sentido de pertenencia no sé qué cosa podría serlo.

 
Paseo nocturno Noche de Primaera en 2015, 8 años después del primer ciclotón
Terminé la carrera en el 2009. Me fui a hacer mi doctorado en el 2010. Durante cuatro años viví en tres países distintos de Europa y me moví casi por completo en bicicleta. Durante mis dos años y medio en Inglaterra he de haber tomado el autobús a la universidad cuatro veces, sin exagerar. El resto fueron 20 minutos pedaleando y de vez en vez una caminata larga. Era una ciudad pequeña donde el ciclismo era lo más natural para los estudiantes, la profesora universitaria y cualquier humano promedio. Y así, supe, era también en ciudades grandes. Supe también así no lo había sido siempre, pocas décadas antes los autos tenían la misma poderosa jerarquía que hoy en nuestra ciudad.
Volví, título de doctorado en mano a finales del 2014. Yo soy de las que siempre quiso volver. El primer mundo no me funcionaría porque me parece prestado, porque siempre me sentí como una invitada que la pasa bien pero que tiene cosas que hacer en casa. Y en casa había oportunidades de oro para trabajar en la institución que dije que quería trabajar cuando tenía 14 años, de hacer el tipo de ciencia que me interesa hacer, de formar parte de los pocos equipos que estudian la diversidad genética en nuestro país, de incidir en la conservación de la biodiversidad mexicana. Estaba feliz de volver, pero fue difícil por motivos que no me esperaba.
En esos cuatro años, a pesar de los inviernos feroces, las temperaturas bajo cero y la nieve, me enfermé muy poco de las vías respiratorias. Y nunca tan grave como para tomar antibióticos. En cambio en mis primeros ocho meses en la Ciudad de México tuve una infección de la garganta, tras una gripa tras un cuídate que se te vuelve neumonía. Durar un mes sana se volvió mi objetivo. Me recetaron antibióticos en pocas semanas de diferencia. Me dio colitis (sí, sí, mi nerviosismo habitual… pero borrar el microbioma con antibióticos no ayuda). Total que soy una deportista mujer de 30 años que se la vive enferma.
Eso, y lo dicen mis doctores, es consecuencia de la contaminación. La contaminación hace reaccionar a tu cuerpo, se te inflaman la garganta y las vías respiratorias. Esto le facilita la entrada a las bacterias, lo que te llena de mocos verdes y si anda un virus por ahí lo pescas también. Pero si bien que te ha pasado siempre, me recuerda la memoria. De niña venir al DF era sinónimo de enfermarse. Pasé el primer semestre de la carrera con la nariz hinchada y dolor de garganta. Yo siempre he reaccionado así a la contaminación. Supongo que eso me convierte en el grupo de “personas extremadamente sensibles” que deben guardarse en sus casas según la app  Aire de la CDMX. Si cuando hice la carrera no me fue tan mal fue porque la calidad del aire no estaba tan horrible como ahora y porque yo estaba un poco más acostumbrada (total, ni que Puebla no tuviera smog).
Una no puede andar en bici cuando la calidad del aire es mala y menos si una es sensible. Eso duele mucho. De verdad que a mí me cala en el alma. Es un Hoy No Circulas del que sí deberíamos quejarnos.
¿Qué hacer ante eso? ¿Sentarse a llorar? ¿Decirle al hombre que amas que necesitas irte? ¿Sentirse el canario de la mina? Tal vez eso sí, tal vez las personas sensibles a la contaminación somo los canarios de la CDMX. Tal vez la ciudad debería dejar de recomendarnos no hacer actividades al aire libre y alarmarse como un minero cuya vida está en peligro.
Con todo cada vez más me muevo en bici. Mi ruta es de unos 10 km para llegar al trabajo. Al sur de Churubusco no hay ciclovia alguna, así que he trazado mis propios caminos optimizados para mi seguridad aunque sean menos directos que tomar una avenida llena de microbuses. Me compré una mascarilla especial que hace una sustancial diferencia. Estoy en un tratamiento que me hace “menos sensible” a la contaminación y trato de combatir la inflamación de garganta antes de que se convierta en una infección que requiera antibióticos. Ahí voy.
Soy necia, vivo en la Ciudad de México y me muevo en bici. ¿Saben por qué? Porque  andar en bici aquí me hace más feliz que pedalear cualquier ciudad europea. Porque ya hay ciclovías. Ya hay ecobicis. Ya existe lo que hace 10 años se figuraba imposible.
Feliz día mundial de la bicicleta.