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miércoles, 4 de noviembre de 2009

Extractos de libreta de campo: La colecta del Huehuento

Le quedan tres páginas a la libreta de campo que inauguré en mayo del 2008. Casi todas las colectas de mi tesis se encuentran en otra previa. Decidí, convencida por mis padres, que las tesis, cuando menos las de biología que impliquen ir al campo, deberían tener un anecdotario anexo. Mi madre dice que eso le sirve a los historiadores e investigadores de la ciencia. Yo digo que eso es mucho decir, pero nadie me negará que está divertido subir al mundo cibernético lo que ya preservo para mí en mis cuadernos.

Sin más aquí está lo que escribí en mi libreta de campo sobre la la colecta de Juniperus blancoi var. huehuentensis del Cerro Huehuento, Durango.

Ah, les recuerdo que si le dan clic a la imagen los lleva a la versión en grande.

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05 Abril del 2008

Ayer fue 4 de abril, recuerdo la pantalla parpadeante con mi número y una A acreditando mi entrada a la UNAM, depués, la muerte de Arturo Maldonado, corría el 2004.

Cuatro años después, cuatro horas de carretera, no de terracería. Polvo más dorado que ocre. Huachichiles es una de esos pueblos que los mapas se olvidaron mencionar. Dejamos el pavimento después de Nuevo Patria, con la ilusión de posponer entrar a la brecha. Una hora y media más de camino acercándonos lentísimamente al punto, a no más de 30 km.

Horas más sin ver personas, rodeados de encinos y pinos que forman un bosque extrañamente colorido y diverso. Encontramos otra camioneta en dirección contraria, llanta ponchada, uniformados de militares con el escudo de Durango. Les ofrecemos llevarlos, nos aclaran que estamos en el camino correcto: ellos son de Huachichiles. Las Vegas (o Las Flechas, nunca se esclareció el nombre), es la unión de tres caminos: el nuestro, el que debíamos haber tomado en un principio y el que ahora recorremos rumbo a San Luis de Villa Corona. Se terminan nuestras instrucciones, el camino lo conoce la gente, la distancia y el tiempo son tan inciertos como siempre.

Según el GPS estamos a menos de 3kms en línea recta hacia el punto, pero no sabemos que brecha tomar. Finalmente llegamos al pueblo y preguntamos en la primera casa con movimiento. Es tardísimo, cinco de la tarde y estamos paralizados. La señora (Felicia o Felipa) habla por radio con su esposo (El Camarón) y pinta para mí un escenario funesto: tres hora o más para subir. Ya es muy noche, podríamos quedarnos a dormir pero no tienen muchas cobijas, qué si nosotros traemos. Regreso a la camioneta. Daniel y Ana van a reprocharme probablemente hasta el fin de los tiempos el tan llamado “plan A”.

Sin embargo no fue necesario. Ante la cara seriesísima del Dr. Piñero regresé de una segunda incursión a la casa con buenas noticias: hay un señor que puede ayudarnos, se llama Apoli (escucho por el radio) y viene para acá. Don Apoli, corto de Apolinar, es el Presidente del Comité de Vigilancia de la Participativa El Huehuento. Le planteamos en pocas palabra la situación. -- Si quieren cortar los árboles no los dejo-- dice con un tono serio pero no agresivo. --No-- yo de inmediato -- sólo unas hojitas, créame que soy la primera en querer cuidar esa plantas.

Una media hora hasta donde se deja la camioneta y 20 minutos más ala cima. Voy en la parte de atrá de la pickup con ello, me cuentan de u bosque. Perdón, no he introducido a Don Tomás, un hombre de ojeras negras y mirada sorprendida que apena venía bajando cuando lo encaminamos a nuestra veloz expedición.

Apoli me cuenta de su bosque, hablamos de los nombre comunes y científicos de los árboles, de cuántas plantas meten por reforestación y de u programa de manejo. Palabras en frases breves desde el borde metálico, cada curva mis dedos se aferran afanosos para mantenerme dentro del vehículo. Trato de explicarles lo que quiero hacer con Juniperus blancoi. --¿A oído hablar del ADN? -- ¡Cómo no! si etá la duda de si es el hijo, se hace la prueba y se desmiente.

Bueno, otra que no me perdonan Ana y Daniel. Pero tras sus bromas, creo que Don Apoli, Don Tomás y yo si llegamos a una especie de entendimiento. --¿Ese es deppeana? --dice Tomás-- nosotros le llamamos táscate, él que usted busca ha de ser el de hasta arriba, el tascaliyo.

El camino termina y la pendiente continua hacia arriba y abajo. La montaña nos cubre con la sombra de un atardecer que no vemos. Empezamos a subir con la prisa de lo entusiastas y a los pocos minuto el corazón y los pulmones nos vuelven más sensatos. Me adelanto con los ejidatarios, olvido pedirle el GPS a Daniel. Junto al tronco gigantesco de un oyamel hay una pared descomunal de roca de casi 90°. --Aliciaaa --grita Daniel-- el punto está a 61 m de dónde estoy a donde estás tú. Triangulo las distancias, debe haber 60 metros entre mi asesor y yo... levanto la vista, ahí, al final de los 40 m de la pared de roca veo una rama retorcida que sin duda es de J. blancoi var. huehuentensis. Bien ahí está, ahora hay que llegar, carajo.

Don Tomás y Don Apolinar se miran --Ah, usted quiere llegar a la punta, punta, ahí se sube por el otro camino, aunque igual y los que busca también se ven del otro lado, saliendo del túnel. Sí, un túnel. En la pared había una grieta, un tunel apenas de mi ancho, que cruza el macizo de roca de lado a lado. Dudando de mi prudencia sigo a Don Tomás que ya desapareció en la cueva. Salimos del otro lado, la Sierra Madre Occidental me recibe de golpe, casi pierdo mi mirada por siempre.


Volvemos. Tan cerca, no podría regresar ahora sin las muestras. Pregunto insistente si no hay una manera de llegar a la cima que no sea por el otro camino (que implica un rodeo de horas en el coche). --Pues si no le da miedo la escalada le podemos intentar por la subidita de allá ¿no Tomás?-- dice Apoli como dudando. --Pues de a perdida la vemos --respondo.


Ana llegó, Daniel está cerca, les prometo no más de 30 minutos. Hacia nuestra derecha la pared de 90° disminuye su pendiente y baja en forma de pequeñas cañadas y formaciones sin un camino fijo pero bastante escalables, no se ven tan difícil. A los pocos minutos Daniel y Ana desaparecen de mi vista y tampoco puedo escucharlos, tenemos el viento en contra. Apolinar, Tomás y yo avanzamos con cuidado y cada quién siguiendo su propia ruta. De vez en vez tiro las piedras sueltas antes de sujetarme con la mano o poner el pie, causo pequeñas avalanchas de rocas, grito que no pasa nada, en caso de que Daniel y Ana escuchen el revoltijo y me piensen entre los escombros. De pronto la luz directa del sol en mi cara y ahí, cubriendo el borde del precipicio como un musgo gigante, el primer arbusto de J. blancoi var. huehuentensis. Busco frenética una ramilla con conos y grito, como era de esperarse, que sin duda éstos son. Subo un poco más y contemplo la cima rocosa cubierta de pequeños parches verdes, enredados entre sí y estóicos a nuestra presencia, el sol que se oculta y de nuevo la Sierra Madre Occidental presumida de su esplendor y mis ojos que nunca habían visto tanto bosque continuo. Me pongo práctica --Esto es un macho, esto una hembra --digo con una ramilla de cada tipo-- con un tanto así de hojas y conos basta, necesitamos 20 individuos en total, que no sean del mismo parche, cada quién colecte en un lado distinto de la cima, no vayamos a tomar al mismo dos veces. Fin de las instrucciones y corremos a juntar mis muestras. Diez minutos y estamos listos. Imposible sin ellos, no creo poder terminar de agradecerles.


A la sombra de la montaña la luz es gris y pesada. Dejamos las formaciones de rocas apenas con la suficiente para ver. Daniel, supongo, se debate entre la sorpresa de que realmente haya conseguido las muestras y el deseo de matarme. Descendemos el cerro a oscuras, con las luces de la camioneta dibujando a penas los metros indispensables. Dejamos a los ejidatarios en su casa, intercambio de datos hecho, no hay promesas en el aire, pero sí nuestro más sincero agradecimiento e interés en el sitio.

La terracería de regreso es fría y mucho más animada que de día. Rebasamos, después de seguir por largo rato en medio de una polvanera peor que la más densa niebla, por lo menos a cinco camiones que trasportan troncos colosales. Uno responde a nuestro saludo de claxon y el bosque entero se estremece. Ana domina el volante como si desde siempre conociera los desniveles de la ruta, hasta que el pavimento aparece como una consecuencia de las horas.

--Primero manejo hasta Durango que volver a meternos a El Salto-- sentencia Daniel. Son las 11. Ana y yo pensamos en buscar antes algo en Llano Grande, a pocos kilómetros. Lo encontramos, es una casita de madera escapada de algún cuento que dice HOTEL en letras grandes y rojas. No hay iluminación. No hay timbre. Nos paramos en frente más para tomar fuerzas para reemprender el camino que para otra cosa. En eso sale un hombre de mirada rígida pero con bata debajo de una chamarra gruesa . Ana baja 5 cm el cristal e intercambian palabras. Sí, es un hotel, sí, tienen baño dentro de las habitaciones, sí, ahí podemos dejar el coche. Somos los únicos huéspedes, el encargado nos da las llaves de dos habitaciones y desaparece. Piso y paredes de madera, pasillos angostos de techos bajos que se conducen por laberintos a cuartos amplios. Hace menos frío que afuera pero nos estamos congelando. Robo algunas cobijas extras de una habitación abierta. Daniel está envuelto en dos sarapes y se ríe de que Ana y yo pretendamos comer algo, pero los tres devoramos felices sanwiches de nutella.

A la mañana siguiente hay, además del revivido encargado y dos niñas, una señora en la cocina-comedor de la cabaña. Vuelvo con Daniel y Ana para decirles que tenemos desayuno. Comemos un caldo de verduras y pollo con tortillas y frijoles, de esos que restauran a cualquiera y escuchamos las particularidades de la historia del hotelito.

La camioneta es un pambazo. --Bueno-- dice Daniel en su tono característico y reímos.