Hay temores que son tan absurdos como para
lograr no hacerles caso, temores posibles pero tan terribles que logramos no pensarlos,
y temores prácticos que sabemos nos ocurrirán tarde o temprano. Antier uno de
estos últimos se volvió realidad. Creo que es un temor compartido con cualquier
bióloga de campo y con cualquiera que haga excursiones en auto a la naturaleza:
después de horas de colectar muestras, regresamos a la camioneta para descubrir
que de las llaves sólo quedaban el llavero y el control de la alarma, pero ni
rastros del pedacito de metal necesario para arrancar. Estábamos en el
Cementerio de Oyameles, a 3,400 y pico metros sobre el nivel del mar.
El Cementerio de Oyameles, en el bosque que
el chilango promedio identifica como el Desierto de los Leones, es lo que queda
de un bosque azotado por incendios y contaminación. El incendio fuerte ocurrió
a finales de los noventa, la contaminación desde los ochenta. Este es el cuello
de la cuenca atmosférica de la Ciudad de
México. En otras palabras, cada contingencia ambiental de la ciudad
eventualmente es arrastrada por los vientos, y con el último empujón de la
inversión térmica sale por aquí. No sin antes raspar estas lomas
con un concentrado de todo el horror que respiramos en la Ciudad de México.
Como resultado, troncos grises como petrificados apuntan al cielo y otros
tantos yacen tirados como caminos de plata entre la vegetación. Hay árboles
jóvenes, resultado de varios años de reforestaciones y necedad regenerativa de
la naturaleza, pero su vida no es fácil: no hay árboles adultos que los
protejan y la contaminación, especialmente el ozono, daña sus hojas, lo que si
no los mata sí los debilita y los vuelve presa fácil de enfermedades, heladas y
sequías.
El predio pertenece a Santa Rosa, que es el
último pueblo que cruza la Calzada Desierto de los Leones antes de entrar al
Parque Nacional del mismo nombre, su famoso ex-convento y sus restaurantitos de
quesadillas de maíz azul. Al Cementerio de Oyameles, donde perdimos las llaves,
se llega por una brecha a la que los turistas normalmente no tienen acceso,
aunque hay varios otros caminos para llegar a esta Roma, y la cruz de Coloxtitla,
enclavada en el punta del cerro, es una de las paradas de la peregrinación de
los chalmeños. No es el mejor lugar para quedarse sin vehículo, aunque
agradezco no me sucediera en cerros más remotos.
Sin llaves de la camioneta. Determinamos que
el único momento donde podría haberse perdido fue cuando Persona A le aventó
las llaves a Persona B para salvar algo de tiempo. Yo escuché de lejos su
maniobra y dejé de preocuparme cuando oí que Persona B ya tenía las llaves en
su poder. No las cachó, supe después, rebotaron contra un tocón y ella las
recogió del suelo. Ahí creemos se separó la llave del llavero, que tiene uno de
esos ganchitos que se abren. Como ahora hay llaves de “proximidad” que ni llave
tienen, y como el control del beep beep no se perdió, pues absurdamente no
notamos la falta de llave hasta mucho después. Identificado el lugar de la
pérdida en el tiempo, nos fue imposible identificarlo con certeza en el
espacio. El Cementerio de Oyameles es una colección de los mismos elementos
repetidos cada quince pasos: tocón, árbol muerto en pié, árboles caídos,
arbustos, pasto, oyamelitos, pinitos. Si no fuera por la pendiente sería
imposible distinguir siquiera el norte del sur.
Total que no encontramos la llave. Una brigada
forestal de la Delegación Álvaro Obregón, a la que políticamente pertenece el
sitio, estaba reparando una brecha cortafuegos. Por fortuna. Bajamos en su
camioneta, tanque de nitrógeno y todo, con nuestras caras de idiotas y ánimo
decaído. Luego el ritual de avisar en las plumas de vigilancia que estábamos
dejando allá arriba nuestra camioneta. Qué volveríamos mañana. Uy, a ver si no
le pasa nada, su respuesta. Nuestro aventón nos dejó en Santa Rosa, de donde
también eran algunos de los trabajadores. Uno de ellos cuenta que por otro
sendero el subía corriendo en 40 minutos, y que con ese entrenamiento corrió
varias veces el maratón de la CDMX. No lo dudo. Tampoco dudo que conozca
profundamente el bosque, pues toda la bajada se enfocó en platicarnos de la colecta
de conos y cómo se regenera solito el bosque. De Santa Rosa tomamos uno de esos camiones
verdes que increíblemente llegan hasta Metro Viveros, porque efectivamente
nunca salimos de la Ciudad de México.
Haciendo de lado la desgracia de la llave, sin
querer cumplimos otro de los objetivos del proyecto: contactar con la comunidad
dueña de la tierra para vincular nuestros estudios con sus esfuerzos de
reforestación. Aquí la reforestación es necesaria desde el incendio, pero las
oleadas de ozono no la ponen fácil. Lo interesante es que no a todos los
oyameles parece afectarles por igual. Hay árboles muriendo con la distinguible
marca del daño por ozono: las hojas más cercanas al tronco se van poniendo
rojizas y terminan por secarse. Esto ocurre así normalmente, pero no tan
rápido, no en las hojas del año anterior. Pero también hay árboles notoriamente más
sanos. Algunos ya tienen varios metros. El objetivo de una estudiante de
maestría entusiasta es determinar si hay diferencias genéticas entre estos árboles.
De ser así, podríamos buscar en el vivero los árboles con estas características
y utilizarlos para reforestar, a sabiendas de que les irá mejor que a otros.
Antier fue Sábado Santo. Decidimos colectar
específicamente este día para utilizarlo como punto comparativo “sin
contaminación”. Piénsenlo, sábado en medio de la semana santa, la ciudad vacía
sin millones de escapes de autos encendidos. El proyecto está arrancando y aún
nos faltan muchos puntos por definir y debemos estrechar relaciones con el
vivero que está reforestando, pero un Sábado Santo sin coches no lo tendríamos
hasta el siguiente año. Así que nos lanzamos. Nuestra hipótesis es que cuando
no hay ozono los árboles no tienen necesidad de prender los genes para lidiar
con el. De la misma forma que una no prende los genes para deshacerse del
alcohol cuando no lo está consumiendo. Nuestro segundo momento de colecta será
durante una contingencia ambiental, de esas que no tardan en llegar. Ahí
esperamos que la maquinaria celular de las pobres hojitas esté enfocada en
evitar el daño por ozono. Lo que haremos será secuenciar el ARN de las hojas,
que es el intermedio entre el ADN y las proteínas que este codifica. Es decir,
al secuenciar el ARN podremos ver qué genes están prendidos en ese momento. Una
vez identificados estos, podemos ver si hay diferencias entre los árboles que se
ven enfermos y los sanos. El ARN se degrada muy fácilmente, por eso llevábamos
nitrógeno líquido, que está a menos de cien grados bajo cero.
Sábado Santo no es el mejor día para quedarse
sin llaves. Más cuando una descubre que la copia no existe y que el único
remedio es encontrar uno de esos cerrajeros especializados en llaves de
vehículos. A través de nuestro mecánico de cabecera encontramos uno dispuesto a
subir. Pero hasta las 3 pm de la tarde del día siguiente. Así que ahí fuimos
ayer Domingo. Fuimos ya no yo con las y los estudiantes, sino acompañada de mi
pobre padre y del cerrajero. Sí, para
colmo de osos la camioneta era de mi padre. La idea del Sábado Santo llegó más
tarde que los límites de tiempo de la universidad, así que le pedí prestada su
camioneta y le arruiné el fin de semana con una llamada telefónica que ya se
pueden imaginar.
Tlaloc nos perdonó un aguacero por segundo
día consecutivo. El cerrajero se llama Daniel. No debe pasar de los cuarenta
tempranos, a lo mucho. Entre él y su padre llevan 30 años con un
taller en Tizapan, a los pies de la Av. Toluca que lleva al Desierto. Daniel
subió por estos montes para peregrinar a Chalma por primera vez como a los 13
años. Después otras siete veces. Así que fue ilusionado de andar de nuevo por
ahí, aunque no fuera su ruta exacta.
Los vigilantes y brigadistas nos recibieron
con la amabilidad que se le tiene a los desesperanzados. Nos desearon lo mejor
y esperaron vernos de regreso en un par de horas con la camioneta. Para no
hacerla larga: no nos vieron volver así. Daniel necesitaba hacer algún paso del
arte cerrajero con el equipo que tiene en su taller. El problema no es la
llave, sino el mentado chip que resulta llevan dentro. Una mirruña que habla
con la camioneta para decirle: sí, soy tu llave, no te están robando. Pero por
no dejar, y con los conocimientos de mecánico de Daniel, intentamos engañar a
la camioneta y arrancarla sin llave. Fueron tres maniobras distintas.
Involucraron echar gasolina directamente a la boca del motor con una botellita
y quitar los relevadores. Incluso sacrificar un cargador de celular para
improvisar un alambrito de cobre y hacer un puente. Fracasos. No es fácil
robarse una camioneta Chevrolet. Volvimos a dejarla. Esta vez sin relevadores y
con la parte donde metes la llave medio desarmada. Si acaso podrían robarse las
llantas.
Volvimos hoy lunes. Nos recibió un granizo
suave, de ese que se rompe al tocar una superficie, como si quisiera ser nieve.
Daniel abrió la camioneta, hizo un ajuste rápido con su escáner y las llaves
estuvieron listas. Run run run como si nada hubiera pasado. Bajamos otra vez al bosque protegido por la cañada, que parece no enterarse de los aires contaminados más arriba.
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