Escribo esto el día que no existo. Que estoy como muerta, para que me
piensen víctima de un feminicidio. Es 9 de Marzo del 2020. Me lo tomo en serio
porque le tengo miedo al feminicidio y a la violación, porque sé que pueden
pasarme, porque me han visto y les he visto a los ojos. Me lo tomo en serio
porque al contarlo me preguntaron que si la culpa era mía, qué donde estaba,
que cómo vestía. Me lo tomo en serio porque aún desde mi privilegio de familia
blanca y pareja feministas, he vivido discriminación por ser mujer en mis
escuelas y en mi desarrollo como científica. Porque crecí creyendo que yo
“rompía los estereotipos”, en vez de entender de raíz que no hay que creer en
los estereotipos. Me lo tomo en serio porque conozco las historias de mis
amigas, de mis estudiantes y de muchas mujeres más que no necesito conocer para
imaginar sus historias, o más importante aún, de quienes no puedo siquiera
imaginar sus historias. Me lo tomo en serio porque un día entendí que el que todas
las mujeres tuviéramos todos los derechos no era cuestión de tiempo, sino
cuestión de hacerlo realidad.
Ayer formé parte de la marcha feminista 2020 en la CDMX. Una de alrededor
de otras 60 en todo el país. He ido a varias marchas, del 8M y otros temas.
Pero nunca había tenido tantas ganas como con esta. Fue mi primer pensamiento
al abrir los ojos. Desperté con la convicción de que sería un día histórico,
que abarrotaríamos la ciudad.
El metrobus de Insurgentes está lleno desde que me subo a la altura de
Churubusco. En mi vagón van mujeres de todo tipo, pero todas claramente vamos a
la marcha. Nos bajamos en Plaza de la República, donde hay montado una especie
de mini-operativo para hacer más eficiente la salida de la estación.
Empezamos en el Monumento a la Revolución. Fui con un grupo de académicas y
estudiantes de la UNAM. Nos unimos al contingente de la Facultad de Ciencias. “No me hables de prestigio si encubres
acosadores, discriminadores, abusadores y violadores”, decían nuestras pancartas. A ver si la máxima casa de estudios y se toma el tema en serio.
Antes de las 2 pm ya estaba repleta la plancha del monumento y nuestro
contingente listo para salir. Pero estuvimos dos horas sin avanzar más de 100
metros, mientras grupos más pequeños pasaban primero.
Las fuentes de Reforma están teñidas de rojo. La Diana Cazadora es la más emblemática, pero mi contingente no pasa por ahí. Veo solo la de la fuente junto al caballito. La espuma de los chorros verticales transparentan el color. “El patriarcado se va a caer, se va a caer”. Varias mujeres jóvenes están paradas en el borde de la fuente, un par de metros por arriba de quienes marchamos abajo. Una de ellas agita una bandera de México, con morado en vez de rojo. El contingente de al lado trae tambores y silbatos. Me acuerdo de la primera vez que sentí ésta ciudad como mía. También fue en Reforma, pero no en una marcha, sino en las primeras rodadas ciclistas de los domingos. Venía en mi bici, vi al Ángel de la Independencia desde todo el esplendor que normalmente sólo tienen quienes viajan en automóvil, y sentí que la ciudad era mía, que las calles eran también para ciclistas. Ayer vi a la joven de la bandera parada en el borde de la fuente y sentí lo mismo. Sonreí desde dentro del alma. Sentí que este era mi país, que este era mi tiempo y esta nuestra historia, continuación de la historia de las mujeres que ganaron los derechos que tenemos hoy.
Una chica grafitea llorando de rabia el nombre de su violador, que sigue
libre, en las paredes de algún monumento o algún comercio en Reforma. No sé en
cuál pared, yo no la ví. Lo leí en tuiter horas después. “¡No violencia, no violencia!” corearon algunas del contingente que
pasaba al lado, según el tuit. Pudo haber sido el contingente en el que iba yo,
pienso cuando lo leo. Pude haber sido yo una de las que le gritó “no violencia”
a la chica violada. También fui yo de las que gritó “primero las mujeres, luego las paredes” mientras apretaba los nudillos.
El nudillo de mi mano derecha me duele cuando hace frío. Me lo rompí
golpeando una pared de concreto con todas mis fuerzas. Tenía ventipocos años.
Estaba enojada con la sociedad y su normalización del machismo, estaba enojada
conmigo misma por no haber tenido la respuesta para callar un discurso
misógino. Estaba comenzando a sentirme furiosa, conteniéndome mientras repasaba
mentalmente todas las razones que tenía para estar furiosa, desde cuando un
desconocido embarró su pene erecto en mi espalda baja desnuda, en pleno medio
día del zócalo poblano, hasta el “si las mujeres son igual de inteligentes que
los hombres por qué no hay más mujeres científicas” de un exnovio. Y entonces,
cuando estoy sola con mis pensamientos y quiero caminar sola para resolverlos, siendo
tan grandes Las Islas de la UNAM y estando yo cerca de Derecho donde no hay
mucho que ver, un hombre desconocido se me acerca, se me insinúa, me dice cosas
que no quiero escuchar, que me ofenden y que me enfurecen. Pero no quiero
golpear a una persona. Entonces me desato contra una columna de concreto,
golpeo varias veces seguidas, porque de verdad ese día ya no puedo más. El tipo
grita que estoy loca, y la poca gente cercana me sigue con la mirada cuando me
voy, aún respirando acelerada y con los puños palpitando.
No cuento la historia de mi nudillo roto con orgullo, tampoco sin. Solo
reconozco que he estado furiosa y que me he desquitado con una pared. Por eso pienso
en esa furia mía cuando veo a las encapuchadas pintar la CDMX. Luego pienso en
las mamás de los miles de casos de feminicidios que han quedado impunes. Algunas
de las cuales avanzaron hasta el frente de esta marcha. Pienso en la declaración
de Yesenia Zamudio “Y la que
quiera romper, que rompa; y la que quiera quemar, que queme; y la que no… ¡Que no
nos estorbe! […] Antes de que
asesinaran a mi hija han matado a muchas. ¿Y como estábamos todas? En casa
llorando y bordando. Ya no señores. Se les acabó. Ya rompimos el silencio”.
Me imagino por un instante ser Yesenia, cuatro años después del feminicidio
impune de mi hija, después de haber declarado y esperado en cuántos ministerios
públicos… puedo entender la furia de sus ojos en el video que se hizo viral. Me
imagino luego que el feminicidio fuera de mi hermana y pienso que las paredes
se lavan, pero que las muertas no vuelven. Pienso también en la gente que se
aflige muchísimo por los monumentos, quizá hasta honestamente. “Les importan más las paredes que las mujeres”
concluyen unas, “solo cuando comenzamos a
romperlo y rayarlo todo nos escucharon” dijeron otras. ¿Qué pensarán el
Ángel y la Diana al respecto? Quizá, como sostienen algunas: “que me rayen y me pinten para que se oigan
las voces de mis hijas”. ¿Y yo qué pienso? Que donde hay leña seca arderá
el fuego. Pasa en los bosques y en las sociedades humanas. Puntualmente la
historia lo demuestra. Necedad es creer que se puede acumular combustible y
luego contener el incendio.
Vamos por La Alameda. “Somos malas,
podemos ser peores” cantamos. El contingente de atrás está quemando incienso.
Las mujeres están vestidas con faldas largas y bailan, pero no alcanzo a ver
qué dicen sus pancartas ni entiendo bien lo que corean. También atrás de
nosotras viene un contingente de lesbianas, con sus banderas arcoíris y consignas
que riman panocha y lucha. A mi derecha un grupo de mujeres de mediana edad y
cabello arreglado se unen al “Mujer
escucha, esta es tu lucha”. Les pregunto si vienen con algún contingente, y
me responden que no, que “solitas nosotras como amigas nos lanzamos”. Se ven
muy sonrientes. A mi izquierda las jacarandas de la alameda. Imposible no
verlas teñir el cielo de morado. Pienso que a mi abuela le gustaban mucho las
jacarandas, y que no quiso firmar como “de Yanes”, según se acostumbraba en su
época. Entre las jacarandas marchan muchas mujeres que no parecen ir en ningún
contingente específico. Jóvenes, morenas, güeras, abuelas y nietas. En eso
corren los gritos desde el frente pidiendo silencio. Se levantan los puños al
unísono como cuando estábamos en las ruinas del 19S pidiendo lo mismo. “Hay una niña de 5 años perdida… ¡silencio!”.
Todo se detiene. “Siéntense, agáchense”
se escucha gritan más adelante. “Silencio
atrás”. Gritan el nombre de la niña varias veces. Luego una ola de aplausos
viniendo otra vez del frente. “¡Ya
apareció, ya apareció!”. Hurras de la multitud.
“Hay que abortar, hay que abortar,
hay que abortar este sistema patriarcal” coreamos encendidas por un
contingente muy organizado que no sé cómo rebasó al de las lesbianas. “Quiero
salir a la calle no por valiente, sino por libre” dice una pancarta. “Aleeeerta, aleeerta, alerta que caminan
mujeres feministas por América Latina. Que tiemblen, que tiemblen, que tiemblen
los machistas. Que América Latina será toda feminista”. Se escucha un
ruido. Quizá una detonación o un golpe. Es del lado derecho, cerca de los
edificios. Algo está pasando, pero desde aquí no se ve nada. Se siente miedo y
tensión. No es para menos. Las redes sociales dejan claro que no es una lucha
romántica, que no todos apoyan el movimiento feminista, que algunos, tal cual, dicen
odiarnos. Además somos una multitud, y toda multitud corre el riesgo de actuar
como actúan las multitudes en pánico.
De pronto se rompen los contingentes cercanos, la gente se carga a hacia mi
izquierda. Varias mujeres corren. Hay quienes llaman a esto una estampida. Yo no.
Una estampida es peor, mucho peor. Por eso nadie en su sano juicio quiere una
estampida, ni aunque esté rodeada de sus hermanas. “¡No violencia, no violencia!” comienzan a gritar algunas. ¿Le están
gritando a una encapuchada que pinta, o que rompe? ¿a una policía que sacó gas
lacrimógeno? ¿a un hombre que agredió a la manifestación desde dentro de los
edificios? Imposible saberlo desde donde están mis pies. “¡No violencia, no violencia!” grito yo también y veo que el coro
calma los ánimos, que las filas se vuelven a cerrar, que avanzamos hacia el
Zócalo.
Al Zócalo me lo imagino lleno de mujeres, un bosque de jacarandas con
pancartas coreando “no somos una, no
somos diez, pinche gobierno, cuéntanos bien”. Creo que no llegó a llenarse
tanto como me lo imaginaba por varias razones. Hubo mucho tiempo de diferencia
entre que llegaron las primeras marchistas y las de atrás. En parte esto se
debe a un cuello de botella a la altura de Bellas Artes. Ahí un grupo de
mujeres enfrentaba a las policías que resguardaban las vallas con las que se
amuralló el inmueble. “Fuimos todas,
fuimos todas” coreaban algunas asomándose a lo que ocurría. Las que no
quisieron participar en tirar el muro de Bellas Artes no estorbaron (supongo),
pero no continuaron como venían avanzando. Los contingentes se desarmaron,
simplemente porque no cabíamos si se quería mantener distancia de donde estaban
los enfrentamientos.
Además, Madero estaba amurallado también, cosa que no todas las marchistas
sabían ocurriría. Los contingentes más organizados o las mujeres con más
experiencia en marchas sí lo sabían, y continuaron por 5 de mayo o por 16 de
septiembre, pero para hacerlo había que rodear lo que estaba ocurriendo en
Bellas Artes o en la propia entrada de Madero, donde otro grupo estaba
intentando tirar la barrera. Además empezó a correr el rumor de que el Zócalo
ya estaba lleno. “No es cierto, estoy aquí” respondió una colega en un grupo de
whatsapp. Nosotras entonces decidimos ir hacia el Zócalo por la 16 de
Septiembre, pero imagino que muchas otras no lo intentaron siquiera.
Nuestra ruta alterna estaba apacible, incluso algunas pasaron al baño.
Volvimos a sacar nuestras pancartas. Entramos al Zócalo. Ya eran cerca de las 6
pm, llevábamos paradas desde las 12. En el Zócalo había muchas mujeres sentadas
en el piso. Habían llegado mucho antes que nosotras. Había otras de pie con
cartulinas en alto, todas leyendo las consignas de las pancartas de las otras,
o de los carteles pegados en el hasta bandera. Los mensajes que más abundan son
del tipo “Hoy marcho por …” y el
nombre de una víctima de feminicidio.
En el Zócalo había dos escenarios, uno al frente de catedral y otro a la
derecha. El del frente estaba demasiado lejos para poder escuchar qué ocurría.
En el de la derecha hablaban de víctimas de feminicidios. Vemos humo cerca de
Palacio Nacional. Me imagino lo que está pasando, o lo que pasó, en su elegante
puerta, pero donde estamos se siente todo tranquilo. Intentamos comunicarnos
con amigas que venían en otros grupos. Logré encontrarme con una de ellas.
Pocas dichas tan grandes como estar con una amiga que decide marchar por
primera vez, aunque la causa sea un jefe misógino que se expresa abiertamente
del feminismo como si fuera un chiste.
Mi grupo se separa después de un rato. Algunas necesitan volver a casa, a
otras las están esperando sus amistades. Las que quedamos decidimos ir a comer
detrás de catedral. Al arribar pregunto si ya llegó una amiga, pues iba
adelante de nosotros y la dejamos de ver. La describo “vistiendo una blusa
morada”… pero las risas estallan sin dejarme terminar. Imposible defenderse. La
aludida llega detrás de nosotras.
No es una blusa cualquiera la que trae. Fue tejida por una de las mujeres
oaxaqueñas que cultivan las variedades de algodón nativo de México y resguardan
las tradiciones de cómo procesarlo y teñirlo con tintes naturales. Esa mujer
cuida de su nieta, porque a su hija, la madre de la niña, la mataron. ¿Qué
opina ella de la marcha y el paro? ¿Cómo vive ella todo esto en el campo? Le
pregunté a mi amiga cuando veníamos en el metrobus. “Que qué bueno que lo
hagamos, que muchas gracias” me responde. “Que ella va a trabajar en sus
tejidos los dos días, por su nieta”. Se queda callada un rato y luego continúa.
“¿Sabes? Para ellas los huipiles no llevan flores nada más de adorno, cada
flor, por ejemplo, es especial, tiene una historia. Quizá parezca que no se
unen al movimiento feminista explícitamente, pero ellas lo viven más que
nosotras”. Y viven más el machismo, sumado a la opresión por ser indígenas, me
quedo pensando yo.
Terminamos de comer alrededor de 7:30. Los edificios del Zócalo se pintan
de morado y aún hay gente. El metro está cerrado. Las pancartas pro-aborto son
las que más abundan a las vallas que rodean catedral. Decidimos caminar hacia
Hidalgo.
Ya hay paso peatonal en Madero. En algún
momento rompieron la valla que bloqueaba el acceso por Bellas Artes. También
hay muchas personas caminando. En su mayoría mujeres de morado o verde, pero
también hombres y familias con niños.
Las taquerías están abiertas y hay vendedores ambulantes mostrando sus
productos en el suelo. Un grupo de policías mujeres resguarda las puertas sin
cristal de una tienda de ropa. Adentro se ven jeans y blusas pintados, pero
ninguna otra cosa fuera de su lugar. A la siguiente cuadra algunas mujeres
dejaron sus pancartas en la reja de un templo. Nos arrepentimos de no haber
hecho lo mismo con las nuestras.
En Bellas Artes las mujeres policías siguen resguardando la valla, pero no
hay nadie acercándose. La gente transita por la calle o toma fotografías. Yo vengo
pensando en la diversidad de mujeres que venimos hoy a la marcha. Las que no
habían marchado nunca, las de la marea verde, las de rostro cubierto, las
policías. Las que no quisieron venir porque los recuerdos son muy fuertes.
Pienso en lo que estuvo bien y lo que podría ser mejor. En el qué sigue.
Siempre el qué sigue. Me distrae un grupo de mujeres que cantan con un
micrófono:
Por todas las compas marchando en Reforma
Por todas las morras peleando en Sonora
Por todas las madres buscando en Tijuana
Cantamos sin miedo, pedimos justicia
Gritamos por cada desaparecida
Que retumbe fuerte ¡Nos queremos vivas!
¡Que caiga con fuerza el feminicida!
¡Que caiga con fuerza el feminicida!
Y retiemble en sus centros la tierra al
sororo rugir del amor
Y retiemble en sus centros la tierra al
sororo rugir del amor
Es la “Canción sin miedo”, de Vivir Quintana. Quienes están cantando
frente a Bellas Artes son las chicas de El Palomar (o eso creo dicen al
terminar).
Sororo rugir. Sí, eso debe ser parte de lo que sigue: el rugir de muchas voces
distintas, el rugir de una misma hermandad capaz de reconocer su diversidad.