Llevo poco más de un año de vuelta en la
CDMX. Dado mi historial de asma y sensibilidad a la contaminación pareciera que
no podría haber escogido peor momento. Sin embargo aquí estoy, y creo que aquí
seguiré. Primera necedad. Segunda: desde que regresé volví a montar mi vieja y
pesada bicicleta y con mi primer sueldo me compré otra más liviana con la que
me transporto a diario. Escribo para contar los motivos detrás de esas dos
necedades mías.
Nací en el DF 30 años antes de que fuera
CDMX. Al edificio donde vivíamos (yo por 7 meses en la barriga de mi madre)
hubo que derrumbarlo tras el terremoto del 85, gracias al azar ya con todos
sanos y salvos. Mis primeros meses pasaron en casa de mis abuelos, pero al poco
tiempo mi asma y la falta de un techo propio convencieron a mis papás de
mudarse a Puebla. Ahí crecí, hasta que volví a los 18 años empedernida en
estudiar en la UNAM.
Vivía cerca de la UNAM pero lejos de la
Facultad de Ciencias. La solución innata me pareció irme en bici. Primero
entraba por Cerro del Agua. El único punto temerario era el cruce de Eje 10 y
las pocas cuadras antes de la puerta de CU. Después me mudé, pedaleaba un cacho
minúsculo de Av. Universidad y entraba por la puerta peatonal de Economía. Una
vez dentro de la UNAM me sentía el más libre de los espíritus y lograba hacer
buena parte del recorrido soltando el manubrio. Durante la carrera mi mundo de
ciclista urbana inició en CU y se expandió poco: a los Viveros de Coyoacán,
donde asistía a un taller del INIFAP y a San Ángel, donde trabajé hacia el
final de la carrera. A ambos sitios me iba por las calles menos transitadas y
de plano caminando banquetas en el inevitable tramo de Av. Universidad y sus
microbuseros abusivos.
Mientras pedaleaba mi pequeño circuito
soñaba con una ciudad, esta ciudad, donde mi bici pudiera llevarme más lejos.
En el 2006 fui por primera vez a Europa, en concreto a Alemania. En Berlín
conocí lo que era una ciclovía y dije en
voz alta que quisiera algo así para el DF. El primo con el que iba no tardó en
meter mi comentario al oscurísimo cajón de lo imposible. No fue el único.
Pasaron los años y yo seguía siendo una
chilanga nata para los poblanos y una provinciana irremediable para los
chilangos. Para mí, yo era una ciudadana de Ciudad Universitaria, esa otra
ciudad inmersa en el DF como el Vaticano en Italia. Hasta que llegó el primer
ciclotón en el 2007. Al asistir esperaba la felicidad asociada a pedalear. Lo
que no esperaba fue el sentimiento de pertenecer a aquí, de que esta era MI
ciudad. La Ciudad de México era mi ciudad, sus calles eran mis calles. Solté el
manubrio, extendí los brazos, iba sobre Reforma. Vi al Ángel, a las jacarandas
ya sin flor, a los edificios altos, a los edificios históricos, a los colibríes
que en realidad no veía pero que sabía estaban por ahí. Me pareció hermoso. Me
pareció mío. Si eso no es despertar el sentido de pertenencia no sé qué cosa
podría serlo.
Paseo nocturno Noche de Primaera en 2015, 8 años después del primer ciclotón
Terminé la carrera en el 2009. Me fui a
hacer mi doctorado en el 2010. Durante cuatro años viví en tres países
distintos de Europa y me moví casi por completo en bicicleta. Durante mis dos
años y medio en Inglaterra he de haber tomado el autobús a la universidad
cuatro veces, sin exagerar. El resto fueron 20 minutos pedaleando y de vez en
vez una caminata larga. Era una ciudad pequeña donde el ciclismo era lo más
natural para los estudiantes, la profesora universitaria y cualquier humano
promedio. Y así, supe, era también en ciudades grandes. Supe también así no lo
había sido siempre, pocas décadas antes los autos tenían la misma poderosa jerarquía
que hoy en nuestra ciudad.
Volví, título de doctorado en mano a
finales del 2014. Yo soy de las que siempre quiso volver. El primer mundo no me
funcionaría porque me parece prestado, porque siempre me sentí como una
invitada que la pasa bien pero que tiene cosas que hacer en casa. Y en casa
había oportunidades de oro para trabajar en la institución que dije que quería
trabajar cuando tenía 14 años, de hacer el tipo de ciencia que me interesa
hacer, de formar parte de los pocos equipos que estudian la diversidad genética
en nuestro país, de incidir en la conservación de la biodiversidad mexicana. Estaba
feliz de volver, pero fue difícil por motivos que no me esperaba.
En esos cuatro años, a pesar de los
inviernos feroces, las temperaturas bajo cero y la nieve, me enfermé muy poco
de las vías respiratorias. Y nunca tan grave como para tomar antibióticos. En
cambio en mis primeros ocho meses en la Ciudad de México tuve una infección de
la garganta, tras una gripa tras un cuídate que se te vuelve neumonía. Durar un
mes sana se volvió mi objetivo. Me recetaron antibióticos en pocas semanas de
diferencia. Me dio colitis (sí, sí, mi nerviosismo habitual… pero borrar el
microbioma con antibióticos no ayuda). Total que soy una deportista mujer de 30
años que se la vive enferma.
Eso, y lo dicen mis doctores, es
consecuencia de la contaminación. La contaminación hace reaccionar a tu cuerpo,
se te inflaman la garganta y las vías respiratorias. Esto le facilita la
entrada a las bacterias, lo que te llena de mocos verdes y si anda un virus por
ahí lo pescas también. Pero si bien que te ha pasado siempre, me recuerda la
memoria. De niña venir al DF era sinónimo de enfermarse. Pasé el primer
semestre de la carrera con la nariz hinchada y dolor de garganta. Yo siempre he
reaccionado así a la contaminación. Supongo que eso me convierte en el grupo de
“personas extremadamente sensibles” que deben guardarse en sus casas según la
app Aire
de la CDMX. Si cuando hice la carrera no me fue tan mal fue porque la calidad
del aire no estaba tan horrible como ahora y porque yo estaba un poco más
acostumbrada (total, ni que Puebla no tuviera smog).
Una no puede andar en bici cuando la
calidad del aire es mala y menos si una es sensible. Eso duele mucho. De verdad
que a mí me cala en el alma. Es un Hoy No Circulas del que sí deberíamos
quejarnos.
¿Qué hacer ante eso? ¿Sentarse a llorar?
¿Decirle al hombre que amas que necesitas irte? ¿Sentirse el canario de la
mina? Tal vez eso sí, tal vez las personas sensibles a la contaminación somo
los canarios de la CDMX. Tal vez la ciudad debería dejar de recomendarnos no
hacer actividades al aire libre y alarmarse como un minero cuya vida está en
peligro.
Con todo cada vez más me muevo en bici. Mi
ruta es de unos 10 km para llegar al trabajo. Al sur de Churubusco no hay ciclovia
alguna, así que he trazado mis propios caminos optimizados para mi seguridad
aunque sean menos directos que tomar una avenida llena de microbuses. Me compré
una mascarilla especial que hace una sustancial diferencia. Estoy en un
tratamiento que me hace “menos sensible” a la contaminación y trato de combatir
la inflamación de garganta antes de que se convierta en una infección que requiera
antibióticos. Ahí voy.
Soy necia, vivo en la Ciudad de México y me
muevo en bici. ¿Saben por qué? Porque andar
en bici aquí me hace más feliz que pedalear cualquier ciudad europea. Porque ya
hay ciclovías. Ya hay ecobicis. Ya existe lo que hace 10 años se figuraba
imposible.
Feliz día mundial de la bicicleta.