Cada vez que hago
algo satisfactoriamente me digo a mi mismo:
“Ya está, lo tengo, ya lo he entendido”. Pero no, no he aprendido nada.
La conclusión de una pintura es otra pintura.
Matisse, 1945
“Ya está, lo tengo, ya lo he entendido”. Pero no, no he aprendido nada.
La conclusión de una pintura es otra pintura.
Matisse, 1945
Poco
después de que yo empezara mi doctorado en la University of East Anglia, en Inglaterra mi asesor se mudó al Island
Ecology and Evolution Research Group del CSIC en Tenerife, España. Después de tres años de comunicarnos por
medios electrónicos y con mi trabajo de laboratorio terminado, decidimos que yo
viniera aquí, a su nuevo instituto, para terminar de escribir mi tesis.
Los
primeros días se me fueron en burocracia, en terminar de escribir un artículo
antes de cobrara vida propia y en explorar los alrededores de mi nueva casa, en
San Cristobal La Laguna. Pero hoy sábado tomo el tranvía a la ciudad vecina más
cercana, Santa Cruz, un puerto con buques de carga y sin playa.
Los
edificios habitacionales son altos y coloridos. La ciudad se siente grande pero
se extiende poco a las barrancas y los lomeríos de vegetación desértica. Novecientos
metros de altitud más arriba la vegetación es distinta. Hay un bosque donde los
árboles se cubren de musgo y la neblina no deja ver el mar. Anaga. Visitiaré
ese sitio mañana.
Por lo
pronto hoy me bajo una estación antes de la última parada y camino sin mapa.
Encuentro el Auditorio como quién descubre un cráneo de ballena inmenso y blanco
junto al mar. Leo al borde del Atlántico un rato. Luego me adentro a la ciudad
por una zona de edificios comerciales sin mayor personalidad que la de ofrecerme
una banqueta. Por azar lleguo a un museo de arte: TEA. Un edificio en dos
niveles sin tener dos pisos y con esa arquitectura que consigue no poner
escaleras sino pliegues como de mantaraya. Ventanales abiertos a una biblioteca
llena y un mostrador impecable al fondo. Dos salas de entrada libre, una con la
temática insular y otra con textiles. En dos horas exhibirán en la sala de
proyecciones Alice’s Adventures in
Wonderland del Ballet Real de Inglaterra. Me quedo.
Escribo
sobre esto en un blog más bien dedicado a la ciencia porque con frecuencia a
los científicos se nos deslinda del arte, o nosotros mismos nos deslindamos de
tal. Más de una vez se me ha acusado de mediocre por dedicarle horas de mi
cerebro lúcido a leer una novela, a escribir poesía o a pintar. También una
artista me dijo como cumplido una vez: you
are creative, for a scientist (eres creativa, para ser una científica). Reí
y sigo haciéndolo porque a veces sólo la risa puede sacudir el absurdo.
Para mi
el arte y la ciencia ni están peleados ni son opuestos. Son dos productos del
pensamiento humano con diferencias e intersecciones. Definir los hasta dóndes y
los métodos es un acto subjetivo sobre lo que cada quién tiene opiniones
aferradas. No entremos en esa discusión. Mejor miren, una bailarina:
Es
injusto decir que toda la comunidad científica se pelea con el arte. Por
ejemplo, el CERN, la asociación científica que mantiene una de las mayores hazañas científicas de la
historia (el Gran Acelerador de Hadrones), mantiene un programa para colisionar
también las ciencias y las cartes: Collide@CERN.
Y así
hay otras historias que no son el motivo por el que me pongo a escribir. Lo
que busco decir aquí es que ver ese el
ballet, incluso si fue en video, me hizo sentir esa sensación en la médula ósea
que luego se extiende hasta detrás de la nuca y que nos torna los ojos
vidriosos. Lo que más me gustó fue ver el cuerpo humano. Las piernas sobretodo.
Cuánto puede uno expresar con piernas en movimiento. Se puede contar una
historia sin palabras.
Y la
abstracción es tal que a ratos se olvida una que lo que ve son personas. A la
danza la hacen personas. ¿Y a cuánto esfuerzo, a cuántos ensayos, a cuánto tedio,
a cuánto abrazar el borde de la locura se someterán las y los bailarines? Quienes
nos dedicamos a la ciencia haríamos bien en recordar que no somos los únicos en
vivir de la creatividad y ni en perseguir la perfección como Alicia al conejo
blanco.
Posdata:
dedico esta entrada a Valeria Alavez, quién además de bióloga brillante es
bailarina del Taller Coreográfico de la UNAM.