Yo era una niña pequeña la primera vez que fui a la Sierra Norte de Puebla. Recuerdo despertar de un sueño de carretera para abrir los ojos a una realidad que ni mi imaginación ni mi asombro conocían. “Alis, asómate a ver la niebla”, dijo uno de mis padres. Lo que siguió fueron mis mil preguntas y la explicación entorno al llano hecho de que estábamos dentro de una nube. Íbamos despacio. Los faros acobardados de alumbrar más de tres metros adelante. La carreterita sinuosa dibujando el perfil de la barranca abrupta. De repente, entre claros de cielo, el perfil de los árboles en la cima de montañas al otro lado, como islas flotantes. A mí nadie me había dicho que se podía estar así dentro de una nube y era lo más fantástico que me había ocurrido en mis larguísimos años de vida.
Tenía en las manos el huevito de plástico que venía dentro del huevito de chocolate con sorpresa adentro. Clásico de la infancia. El coche estaba detenido. Desde la media ventana que me permitía bajar el seguro para niños saqué mis manos con el contenedor de plástico abierto. Después de unos segundos lo cerré y guardé mi tesoro sin mencionar palabra alguna hasta días después.
Días después, ya de regreso en la Ciudad de Puebla, lo que conté fue en medio del llanto y la más pura de las desilusiones. Mi intensión en aquella carretera era atrapar un pedacito de nube, guardarlo en el huevito de plástico para liberarlo luego en mi cuarto. No sería una nube muy grande, ciertamente, pero sería linda. Me la imaginaba yo bien alto, casi tocando el techo y moviéndose de vez en vez de una esquina a otra con el viento. Pero en vez de eso, cuando separé las dos piezas naranjas del contenedor, lo único que había era un par de tímidas gotas de agua. Por eso, más tarde en algún momento de la escuela, me quedó clarísimo el ciclo hidrológico, aunque admito que aprendí con cierto rencor el término condensación.
El fin de semana pasado venía contando la anécdota al asomarme al camino de neblina que recorríamos en algún lugar cerca de Zacatlán. Al día siguiente Piedras Encimadas nos recibió con un día despejado y el esplendor de su valle. Nos recibió también con la bienvenida profesional de una muchacha de sonrisas naturales. Teníamos tanto tiempo sin ir como años tiene mi hermana menor, que son ya trece. Contrario a lo que uno cree que va a pasar siempre con los paraísos naturales, Piedras Encimadas ha mejorado, y bastante. En primer lugar, la deforestación, que era evidente, descarada, trágica y respondía a la necesidad de la gente que no tenía otro modo de ganarse la vida, ha disminuido. No sólo eso, el monte ha vuelto a cubrirse de bosque. Por todos lados se ve repoblación natural de pinos y encinos que crecieron tan sólo con quitar el ganado de sus renuevos, y además se nota la reforestación, sobretodo con Pinus patula y sus hojas lloronas. “Los programas de reforestación empezaron por ahí del 2002 y siguieron hasta el 2008, ahorita es cuestión de esperar a que amarren” Me respondió Jorge atento a mi entrevista. Jorge es caballerango y guía. Una de las 70 personas que trabaja para la asociación civil que lleva el parque y que está conformada por ellos mismos, es decir la gente de la región, aunque el predio sea propiedad de Gobierno del Estado. Nos dio el recorrido completo. Cada piedra con forma de algo: la paloma, el camello, la madre y el niño, la tortuga, el caracol, el rostro, el perro y los que se ocurran, como si aquello fuera jugar lotería. También nos habló del Mesozoico y la erosión con la seguridad con la que a mí me da por hablar del Pleistoceno en este blog.
Digo todo esto porque si alguien fue a Piedras antes del 2000 recordará que se oía en el trasfondo siempre el rugido de las motosierras, y que el turismo era la irresponsabilidad del visitante que se subía y pintarrajeaba todas las piedras y el oportunismo de la gente local que compitiendo entre sí se ofrecía a rentar un caballo que podía correr desbordado sin problema o a vender una quesadilla en un plato desechable que terminaría en el suelo. No niego que escalar las piedras tenía su encanto, pero la realidad es que a como iban las cosas el valle iba pronto a sufrir los estragos irreparables de la sobreexplotación y erosión humana. Y sin embargo me parece que la situación cambió para bien. Todo la gente que nos atendió está perfectamente bien capacitada y cumple una función específica. La visita se puede hacer a pie, a caballo, en bicicleta o en carreta. Hay guías, zona de acampado, tirolesa (fenomenal), área de alimentos, basureros, sanitarios. Todo organizado, todo delimitado entorno a un plan que no cayó en parque de atracciones ni en caminos de cemento. En una palabra: bien.
Pero ahí no acaba mi historia. Visitamos también La Cascada de Tulimán, que está poco después de la de Quetzalapa, siguiendo por el mismo camino. Yo nunca había ido. El proyecto tiene cinco años que abrió al público. Admito que la organización y profesionalismo de la gente me sorprendió aún más que en Piedras Encimadas. Desde el primer señalamiento a la orilla de la carretera un joven recibe con toda la amabilidad y avisa por radio que va a bajar una camioneta. El sendero a la cascada está bien planeado. Las otras actividades que se pueden realizar responden al mismo orden. Zona de acampado, tirolesa, escalada de árboles, rapel y senderos por paisajes que se prenden en la piel: la cascada, la convergencia de dos ríos y las aguas minerales en lajas labradas por el tiempo.
El proyecto emplea a 50 personas en temporada alta, todas del ejido Tulimán al que pertenecen las tierras y el proyecto mismo. Cincuenta del total de 80 habitantes. “Éramos pueblo de madereros hasta que se fue viendo que estaba muy bonito y que el turismo podría rendir más, sin tener que talar el monte” Me cuenta uno de los jóvenes que atiende los caballos. Una parte de mí se pregunta si no será discurso aprendido para encantar al turista. Pero no parece. Vamos bajando. Al otro lado se ve la cicatriz de un deslave que ya se repobló de árboles. David tiene once años y no vivió las Lluvias del 99, pero me cuenta que se murió mucha gente. A mí me gusta poner como ejemplo de servicios ambientales cómo el bosque es clave para sostener el suelo en una topografía tan abrupta.
El sendero para bajar a la cascada es húmedo. Vamos por una de esas cañadas con elementos mesófilos. Los encinos se cubren de epífitas, y helechos verde brillante salen entre el musgo de las rocas. El sonido del agua se escucha desde el principio, pero es sólo al darle la vuelta a una última loma que puede contemplarse, así de golpe, la caída de agua que salta violenta y grácil desde trescientos metros arriba. Parte del líquido detiene su carrera algunos segundos en pozas gris azulado, pero la mayoría escurre sin freno, como si llevara prisa por esculpir más las montañas, por asomarse desde el fondo de la barranca y su clima casi tropical hasta la cima de las colosas y sus pinos preparados para el frío. Y es así, en medio de la vorágine, que las aguas de tanto caer vuelan, y las gotas diminutas se salen del cauce del río, lo envuelven y lo mojan todo, son casi niebla, blanco que envuelve la cascada y sigue moviéndose, como para recordarme que las nubes no se atrapan en frasquitos de plástico sino que se dejan sueltas para que hidraten la serranía.
(de verdad no se lo pierdan, está a dos horas y media de la Ciudad de Puebla).